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    Pueblos indígenas en México

    En México hay 16.933.283 indígenas, que representan el 15,1% de la población total. México ha adoptado la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y es una nación pluriculural desde 1992. Sin embargo, la población indígena del país se sigue enfrentando a numerosos desafíos.
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La guerra contra el narco en México como política de reordenamiento social

POR ANA ESTHER CECEÑA Y DAVID BARRIOS PARA DEBATES INDÍGENA

A pesar de su biodiversidad, su riqueza cultural y su estratégica ubicación geográfica, la “guerra contra el narco” ha teñido de violencia las calles de México. La normalización de la violencia se ve agravada por la penetración de los carteles de drogas en las estructuras del Estado. El conflicto afecta especialmente a las comunidades indígenas que sufren la criminalización de los policías y los militares, y los desplazamientos forzados a causa de la intromisión en sus territorios.

Autodefensa El Machete. Foto: José Santís / Cuartoscuro.com

Fuimos desplazados por la delincuencia organizada.
Somos 58 familias, y entre esas 58 familias llevamos 27 muertos y 3 desaparecidos.
Fuimos atacados a nuestras casas. Llegaron 5 veces a atacarnos en las casas.
Ahí mataron, son 27. Una niña de 8 años vio cómo mataron a su mamá y a su hermano.
Fue en 2012. Querían madera, plantar drogas y los minerales que hay ahí.

Testimonio comunidad de la Sierra de Totolapan, Guerrero, recopilado por la CIDH  

 

México es un país megadiverso. Cuenta con más de 5.000 especies de plantas endémicas, variedad de ecosistemas (incluyendo marinos) y más del 70% de las especies conocidas en el planeta. Esta abundancia de vida natural es acompañada por su diversidad cultural, que ha sobrevivido a los 530 años de colonización y cuya oleada más reciente aparece bajo la forma de megaproyectos como el Tren Maya y el Corredor Interoceánico. Además, existen 68 culturas lingüísticas y alrededor de 26 millones de indígenas que se distribuyen por todo el territorio, especialmente, en la región del sureste.

Rico en materiales estratégicos como petróleo y plata, y con reservas estimables de litio y uranio, su ubicación geográfica le otorga a México una serie de características particulares: es el país que conecta con Estados Unidos, el mayor mercado del mundo; está bordeado por amplias costas que lo hacen accesible al comercio marino (el 80% del comercio mundial transita por mar); y, la porosidad de sus fronteras y sus sistemas de control favorecen la creación de rutas clandestinas, que están adecuadas para el trasiego de drogas, personas, armas y otras mercancías ilegales altamente rentables.

Paradójicamente, estas ventajas han convertido a México en uno de los países más violentos y peligrosos del mundo. Territorio siempre apetecido y usado por el vecino del norte, a partir de 2006, el país se vio enredado en la llamada “guerra contra el narco” que llevó a la militarización de la seguridad interna y a una normalización del empleo de armas para dirimir los conflictos. En lugar de disminuir, las actividades ilícitas crecieron y los grandes negocios del trasiego se fusionaron con actividades de extorsión y secuestro. Incluso, bajo la complicidad de militares, policías y delincuentes comunes.

Seguridad y rediseño social

La llamada guerra contra el narco encubre una política de reordenamiento social que abarca todo el territorio nacional y fue diseñada, en gran medida, a partir de las políticas de seguridad de Estados Unidos. Sus claves habría que buscarlas en la reorganización del uso de los territorios, las nuevas condiciones del mercado mundial, la competencia por la extracción de riquezas y, el disciplinamiento y reubicación de sus pobladores.

La violencia se convirtió en el eje multifacético en torno al cual se definieron las nuevas pautas sociales: las tasas de homicidio, feminicidio, desaparición y desplazamiento forzados se desataron. Las estructuras jerárquicas de los grupos delincuenciales se dislocaron y bajo una violencia descontrolada transcurrió el acaparamiento de tierras, la pérdida de derechos, el cambio de los agentes de la producción, la ruptura de reglas de convivencia y la ruptura del tejido social tanto en el espectro urbano, mucho más individualizado, como en el comunitario de las zonas rurales.

Desde entonces, las políticas de seguridad (emprendidas en conjunto con Estados Unidos) no han hecho más que reafirmar las causas del crimen organizado y profundizar sus daños. De este modo, la violencia se ha convertido en la herramienta privilegiada de cambio y, en el método más rápido y eficaz para el rediseño social y productivo. Mientras las causas de la violencia se encuentran en la disponibilidad de “recursos” y los negocios delictivos (como la producción de anfetaminas y el tráfico de personas), los daños se relacionan con los desplazamientos forzados, las masacres, la amenaza a las poblaciones y el control de los territorios.

En todo este proceso, la economía criminal se ha ido diversificando. Ya no se circunscriben a la producción, traslado y comercialización de estimulantes ilegales, sino que se han desplegado hacia otras actividades consideradas “legales” o “lícitas” (si bien emplean mano de trabajo esclava o forzada): desde actividades extractivas hasta la creación de monopolios sobre ramas de la economía formal. Muchas veces, las víctimas son los pueblos indígenas que viven en armonía con la naturaleza y conservan la biodiversidad, en lugar de estar asociados a prácticas predatorias.

El alcance y lo descarnado del proceso se explica desde una perspectiva territorial y geoestratégica: Estados Unidos es el principal consumidor de estimulantes ilegales a nivel mundial. Simultáneamente, la pulverización de los grupos ilegales por la “guerra contra el narco” ha conducido a disputas por los espacios de producción, la infraestructura, el transporte y los mercados internos que han crecido a la par del tráfico hacia el norte. Estas disputas de poder no han hecho más que intensificar la violencia.

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El pueblo Rarámuri sufre los asesinatos y la expulsión de sus tierras por parte del narcotráfico y la tala ilegal de sus bosques ancestrales. Foto: Red de Defensa Tarahumara

El impacto del narcotráfico en los pueblos indígenas

Siendo México el país con mayor cantidad de población indígena del continente, es preciso evidenciar cómo los afecta este reordenamiento social. Dada la mentalidad colonial y colonizadora, los abusos del Estado y de las estructuras de la economía criminal son múltiples y crónicos. En el caso mexicano, se destaca el alto nivel de complicidad entre las distintas instituciones del Estado y los tres niveles de gobierno con los grupos delincuenciales.

En las regiones indígenas del país donde se cultivan plantas para su procesamiento como estimulantes ilegales, se suelen imponer dinámicas de reclutamiento forzado de la población, tanto de adultos como niños y jóvenes. En estas regiones, las operaciones militares y policiales criminalizan a las comunidades que, en ocasiones, pierden parte de su patrimonio y recursos a partir de los operativos de erradicación de cultivos.

A la lógica depredadora y discriminatoria de un proceso de despojo material, cultural y simbólico, debemos agregar también los poderes corporativos que buscan implantarse en territorios indígenas. Al igual que en el resto de Latinoamérica, son comunes los conflictos relacionados con actividades extractivas (tanto por el uso intensivo del agua como por la contaminación que genera la extracción de minerales) que se realizan en territorios indígenas o en sus proximidades. Respecto a la minería, se calcula que el 10 por ciento de la producción nacional se explota de manera ilegal.

Desplazamientos forzados

Como dinámica subyacente, uno de los impactos más disruptivos para los pueblos indígenas es la desterritorialización provocada por los procesos de desplazamiento interno forzado. Es importante destacar que esta problemática es incuantificable dado que ocurre tanto a pequeña escala como en forma masiva, lo cual es mucho más visible. No obstante, los registros de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos Humanos muestran que, desde 2017 (sin contar 2019), más del 41% de la población desplazada ha sido indígena.

La violencia de los desplazamientos se combina con otro fenómeno: los constantes ataques a defensoras y defensores del territorio, frecuentemente indígenas. En los últimos años, México aparece como uno de los países con mayor riesgo. En 2019, 18 defensores de derechos fueron asesinados y en 2020 la cifra escaló a 30 personas, ubicándose en segundo lugar detrás de Colombia. La limitación de reducir la problemática al “narcotráfico” se corrobora en el dato de que nueve de los asesinatos de 2020 se derivaron de la tala ilegal y la deforestación, en parte perpetrada por los grupos traficantes de drogas.

En estos crímenes se puede observar la superposición entre los intereses económicos de las empresas, los poderes locales y, las células y sicarios de la economía criminal. Esta situación, puesta de relieve en 2017 durante la visita de la entonces Relatora Especial de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, Victoria Tauli-Corpuz, se corrobora en el ataque sistemático contra la Tribu Yaqui por oposición contra el Acueducto Independencia. Su defensa del agua y del territorio les ha valido el asesinato y desaparición forzada de varios integrantes de la comunidad.

En América Latina y el Caribe, el 52,2% de la población indígena vive en ciudades. En México, la tendencia es similar debido a la mayor oferta laboral, la provisión de servicios básicos que no existen en sus comunidades y el desplazamiento forzado producto de la violencia, especialmente en ciudades como Guerrero, Chiapas y Chihuahua. En los centros urbanos donde la economía criminal incluye extorsiones, puntos de venta de drogas en zonas periféricas y el reclutamiento para desarrollar actividades ilegales, la población indígena se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad.

Prácticas de vida violentadas

México es el tercer productor mundial de amapola, la materia prima de la goma de opio. Esta producción se concentra en el llamado Triángulo Dorado (la sierra que comparten Sinaloa, Durango y Chihuahua), Michoacán, Guerrero y Oaxaca. En estos últimos dos estados, que combinan mayor población indígena y niveles de exclusión, el cultivo de amapola ha sido una alternativa para la subsistencia familiar. A la postre, esto implica una constante criminalización por parte del Estado y las fuerzas represivas.

Ante esta situación, los pueblos indígenas han reactivado formas tradicionales de vigilancia y justicia comunitaria para responder al desafío que representan los grupos de la economía criminal. Como consecuencia, desde la década del ‘90, se han creado las primeras policías comunitarias en Guerrero y, a partir de 2011, las rondas comunitarias en Cherán, la Meseta Purépecha y la Costa nahua. La reacción de las industrias extractivas y de la economía criminal se ha cobrado la vida de decenas de comuneros.

La situación en el Sureste es particularmente preocupante por la construcción del Tren Maya y el Corredor Transístmico. En esta región de excepcional densidad cultural indígena, los megaproyectos están generando procesos que podrán ser aprovechados por los grupos de la economía criminal: la creación de infraestructura de comunicaciones y transportes, el potenciamiento de la actividad turística a gran escala y la urbanización de áreas rurales. Además, se trata de una región clave en el tránsito de migrantes hacia Estados Unidos, lo que potenciará el tráfico y trata de personas para la explotación laboral y sexual.

El panorama no es promisorio. La militarización se acelera, hostiga a las comunidades indígenas y avanza hasta el punto de colocar militares armados en las playas repletas de turistas. El principal impacto es en lo cotidiano: según dicen las comunidades indígenas, ya no poder pasar por una calle, no transitar en la noche, tener que cambiar de escuela, no poder ir tranquilamente a un mercado y mantener las ventanas cerradas ha significado modificar las prácticas de vida e incorporar el miedo como patrón de conducta.

Ana Esther Ceceña es Doctora en Relaciones Económicas Internacionales por la Universidad de París I - Sorbona y coordinadora del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica (OLAG) del Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

 

David Barrios es Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Desde 2008 forma parte del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica (OLAG) donde estudia las formas de militarización contemporáneas, especialmente, en América Latina y el Caribe.

 

 

Etiquetas: Derechos Humanos, Debates Indígenas

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