Entre Colombia y Venezuela: los wayúu frente a la pobreza, la sequía, el despojo y la violencia
POR CARLOS SALAMANCA VILLAMIZAR PARA DEBATES INDÍGENAS
Marcados desde la colonia por el comercio, el pueblo indígena de La Guajira habita en la frontera entre Colombia y Venezuela. Entre la falta de agua potable, el extractivismo, los parques eólicos y la crisis humanitaria, los wayúu sobreviven al despojo y la inseguridad alimentaria. En el último tiempo, se suma la violencia producida por la militarización de la región y la disputa territorial entre grupos paramilitares, el contrabando, el narcotráfico y el comercio ilegal de gasolina. El cierre de fronteras pone en crisis las dinámicas familiares y comunitarias.
Foto: Edilma Prada
En 2018, cuando la cantidad de migrantes venezolanos a Colombia permitía avizorar una grave crisis humanitaria, las calles de Maicao, la principal ciudad comercial de la región de La Guajira, estaban atiborradas de hombres y mujeres. Muchos de ellos eran indígenas wayúu que querían vender todo tipo de productos, alimentos y servicios. Ubicados en pequeños e improvisados puestos, uno al lado del otro como las clásicas ferias callejeras latinoamericanas, se acomodaban como podían entre los gritos y las ofertas, el humo de las motos, las ventas de comida ambulante, los perros callejeros y las pequeñas montañas de basura.
Tanta era la gente, y tan poco el espacio disponible, que no tardaron en aparecer quienes alquilaban lugares a los vendedores y quienes intentaban apropiarse del lugar del otro. Ahí comenzaban las refriegas y las peleas: solo por uno o dos metros de espacio para ubicarse y vender. Por esos meses se hizo habitual ver a padres y madres que, acompañados de sus hijos, venían desde la frontera a malvender las últimas pertenencias de su patrimonio familiar: una manta, una radio, un espejo, una linterna, dos destornilladores, un pantalón o, simplemente, un viejo par de zapatos.
Desde temprano, las calles eran recorridas por decenas de familias en busca de sombra para guarecerse del calor. Los padres y madres empadronaban a sus hijos en los comedores, gestionados por el Estado y la cooperación internacional, para acceder a un plato de comida. Por la noche, las disputas por los espacios de compra y venta eran reemplazadas por el silencio de cientos de familias durmiendo en el piso. Calles y calles de personas acostadas sin otra pertenencia que la ropa que llevaban puesta. En los lugares más comerciales, las peleas de borrachos se mezclaban con mujeres de todas las edades que se prostituían por muy poco dinero para pagar una pieza, un hot dog o dos cigarrillos.
El agua y los alimentos escasean en la frontera entre Colombia y Venezuela. Foto: Luis Ángel | 070
Una historia marcada por el comercio
Desde inicios del siglo XVI, los wayúu interactuaron intensamente con autoridades, misioneros y comerciantes coloniales. Como la península se ubica en el epicentro de los circuitos comerciales de Colombia y Venezuela, la actividad económica de este pueblo indígena reconfiguró la geografía regional a través de puertos y caminos que, por las características desérticas del terreno, eran utilizados casi exclusivamente por los wayúu.
Durante la primera mitad del siglo XIX, los gobiernos utilizaron los obsequios a los indígenas como política para “atraerlos a la vida civilizada”. Además de aguardiente, tabaco y panela, la práctica se institucionalizó a través de tierras, herramientas y ganado. Tras la consolidación del Estado nación, los gobiernos optaron por el despliegue militar, la fundación de poblados como Maicao (1927) y Uribia (1935), y el control del comercio con el propósito de nacionalizar los territorios y sus habitantes.
Como el territorio está atravesado por una frontera más declarada que efectiva, el contrabando entre indígenas, extranjeros, colonos y autoridades se extendió hasta principios del siglo XX. En este contexto, los wayúu pudieron mantener su autonomía política y un control territorial relativamente efectivo.
Camino rural en “La Alta”. La escasez de agua es crónica en la región y compromete la supervivencia de los wayúu. Foto: Carlos Salamanca Villamizar
Un pueblo transfronterizo
Los wayúu son uno de los 81 grupos étnicos que existen en Colombia. A él pertenecen aproximadamente 150.000 de los 700.000 indígenas oficialmente reconocidos, mientras que en Venezuela representan el 57,3% de la población indígena nacional. En La Guajira colombiana, el 44,9% de la población está compuesta por indígenas. Si bien los wayúu son la comunidad étnica más grande de la región y del país, también son uno de los pueblos más vulnerables. Actualmente, habitan en conjuntos familiares de vivienda rural, las llamadas “rancherías” construidas con yotojoro y barro, y barrios peri-urbanos distribuidos en unos 15.000 kilómetros cuadrados a orillas del Mar Caribe.
El departamento se distribuye en tres subregiones naturales: Guajira Alta, Guajira Media y Guajira Baja. En La Alta, la vegetación es escasa, el paisaje es desértico y el territorio se organiza en aproximadamente 23 clanes tradicionales wayúu. La Media tiene un alto potencial agrícola, pero la mayor parte del área se compone de zonas semidesérticas. Dada su proximidad a las sierras de Santa Marta y Perijá, las mejores condiciones para la agricultura y el acceso a fuentes de agua se encuentran en la Baja Guajira. Dentro de esta región, las pequeñas ciudades se ubican a lo largo de los valles de los ríos Ranchería y El Cesar. No obstante, es justamente allí donde se localizan las actividades extractivas a gran escala que destruyen el medio ambiente y contaminan las fuentes de agua.
En los últimos años, la “crisis venezolana” ha golpeado fuerte la supervivencia del pueblo Wayúu a ambos lados de la frontera. Sin embargo, es solo una crisis más para este pueblo. Del lado colombiano, en las últimas dos décadas los wayúu han enfrentado el avance de empresas mineras en sus territorios y graves situaciones de violencia. En el último tiempo, se ha sumado la falta de acceso al agua potable, los problemas de alimentación y el cambio climático. Entre la pobreza, la sequía, el despojo y la violencia, miles de wayúu van y vienen de su territorio, buscando las hendijas de la supervivencia, activando las redes familiares de cuidado y reciprocidad, e intentando defender su territorio y su cultura.
Asentamiento informal en terrenos aledaños a la terminal de transportes en Uribia. Foto: Carlos Salamanca Villamizar
Despojo, escasez y violencia
A uno y otro lado de la frontera, se despliegan proyectos extractivos de carbón, gas y petróleo. En Colombia, se suman iniciativas de turismo internacional y de “energía verde”, como los parques eólicos. En consecuencia, los derechos reconocidos constitucionalmente a los wayúu no son respetados ya que, con la anuencia de los Estados, las empresas despliegan estrategias jurídicas, técnicas y comerciales (legales e ilegales). De este modo, manipulan a las autoridades indígenas y compran voluntades para obtener licencias y consentimientos. Poco a poco, el pueblo Wayúu pierde el control de sus territorios tradicionales y los más jóvenes deciden migrar a la periferia de ciudades como Maicao, Manaure y Riohacha, o incluso a otras regiones del país.
La expansión del extractivismo va de la mano de la degradación de los territorios. En 2014, cobró notoriedad la grave situación alimentaria de los niños wayúu en La Guajira colombiana con estadísticas de desnutrición y muertes muy por arriba del promedio nacional: una verdadera crisis humanitaria que provocó la intervención de distintas oficinas gubernamentales colombianas, agencias de cooperación internacional, organismos multilaterales y la CIDH.
Si bien estas ayudas perseguían una lógica solidaria, en el fondo no cuestionaban la lógica extractiva que privilegia la sobreexplotación de los recursos naturales en detrimento de los derechos territoriales de los wayúu y, sus posibilidades de vida y existencia. Por esos mismos años, el fenómeno climatológico de El Niño desencadenaba una larga sequía en la región. Durante este período, la tasa de mortalidad infantil aumentó sustancialmente, mientras la precipitación promedio mensual se reducía y profundizaba una aguda crisis de inseguridad alimentaria.
Otro elemento que contribuye al debilitamiento de las condiciones de existencia de los wayúu tiene que ver con la violencia. Durante la primera década de este siglo, diferentes zonas de La Guajira colombiana sufrieron la violencia derivada del conflicto armado –principalmente de los paramilitares–, y muchas familias tuvieron que huir hacia Venezuela. Aunque años después pudieron regresar, las fracturas en las trayectorias personales y familiares permanecen en la memoria.
Más cerca en el tiempo, las bandas ligadas al contrabando, al narcotráfico y al comercio ilegal de gasolina comenzaron a disputarse el territorio. En esta línea, se viene produciendo una importante militarización, tanto desde Colombia como desde Venezuela, a través de la creación de batallones e instalaciones militares. Desde 2004, el crecimiento de las tensiones entre ambos gobiernos genera sucesivos cierres de frontera que imposibilitan a los wayúu el acceso a artículos de primera necesidad, perjudican sus actividades económicas, afectan sus vínculos familiares y ponen en riesgo las prácticas transterritoriales.
Bahía Portete. Casas deshabitadas y en ruinas después de la violencia paramilitar. Foto: Carlos Salamanca Villamizar
Supervivencia en movimiento
Durante los siglos XVIII y XIX, miembros de la comunidad Wayúu emigraron a Venezuela para trabajar en las plantaciones de cacao, café e índigo. Esta migración se intensificó aún más en el siglo XX a partir de la demanda de mano de obra en las instalaciones petroleras. Por su parte, el contrabando fue una de las actividades económicas más representativas desde la llegada de los conquistadores españoles a esta región y se mantuvo vigente hasta la década de 1970, cuando el tráfico de marihuana se convirtió en una fuente alternativa de ingresos.
En la segunda mitad del siglo XX, muchos wayúu se beneficiaron de la venta de productos en Colombia, subsidiados por el gobierno venezolano. Los municipios como Uribia y Maicao, ubicados a lo largo de la frontera pertenecientes a la Guajira Alta y Media, enfrentaron la sequía a través de la migración estacional a Venezuela para trabajar en la construcción y la ganadería lechera. Tradicionalmente, el pueblo Wayúu vive simultáneamente a uno y otro lado de la frontera, una condición que se refleja en la doble nacionalidad de muchos wayúu. Esta práctica territorial se ve cada día más obstaculizada.
Con el inicio del colapso económico venezolano en 2013, los wayúu tienen que recurrir cada vez con más frecuencia a las más de cien trochas “ilegales” que atraviesan la frontera. Aunque el uso de estas trochas fue habitual en el pasado, la violencia entre bandas ilegales que se disputan estos circuitos también se vuelca en ataques a quienes intentan cruzar por su propia cuenta. Muchas de estas víctimas son familias wayúu venezolanas -o colombianas que residen en Venezuela- que intentan acceder a los servicios de salud y educación del lado colombiano. Los padres viajan diaria o semanalmente con sus hijos enfrentando el recrudecimiento de la agresividad. Así las cosas, la periferia de las ciudades como Maicao, Uribia y Riohacha se ha convertido en el destino de las familias wayuu migrantes que, ya empobrecidas, se disputan cómo pueden acceder a los pocos recursos públicos y a las oportunidades.
Ante este panorama adverso, los pütchipü’üi o “palabreros”, verdaderos conocedores de la filosofía wayúu, llaman una y otra vez a preservar y desarrollar esta cultura que permitió la pervivencia de los wayúu como pueblo indígena durante varios siglos. Los pütchipü’üi reclaman no solo el respeto de sus usos de costumbres, sino también de su territorio, su idioma y, sus instituciones jurídicas y políticas. Este es solo el primer paso para el desarrollo del pueblo Wayúu y la preservación de sus bienes comunes.
El autor agradece a los wayúu de Bahía Portete, Maicao y Riohacha, quienes generosamente compartieron su tiempo y sus experiencias durante su estadía de investigación entre 2015 y 2018.
Carlos Salamanca Villamizar es Investigador Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) adscripto al Instituto de Geografía “Romualdo Ardissone”, de la Universidad de Buenos Aires (UBA). También es director del Programa Espacios, Políticas, Sociedades del Centro de Estudios Interdisciplinarios de la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
Etiquetas: Derechos Territoriales, Debates Indígenas