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El narcotráfico en Colombia socava las bases de la autonomía indígena

MARCELA VELASCO PARA DEBATES INDÍGENAS

El narcotráfico penetra en las comunidades indígenas, persigue a sus líderes y coopta a los más jóvenes. A través de la violencia, los grupos armados ilegales aumentan los cultivos ilegales de hoja de coca, marihuana y amapola. La afectación del tejido social perjudica el desarrollo sostenible, la vida en armonía y la cultura de la solidaridad. Mientras la ilegalidad maximiza ganancias y crea incentivos para el narcotráfico, el gobierno no respeta los acuerdos políticos que podrían favorecer el cumplimiento de los derechos indígenas.

Guardia indígena embera del Resguardo Karmatarrúa. Foto: Jenzerá

 Por muchos años, los pueblos indígenas de Colombia han confrontado el fenómeno del narcotráfico ejerciendo cierto control territorial que les permitió blindar sus territorios y economías de los efectos más perniciosos de este flagelo. Sin embargo, el negocio ilegal de drogas se afianza a través del aumento de la violencia. La persecución y asesinato de líderes que se oponen a las actividades ilícitas es una estrategia clara para penetrar y cooptar instituciones locales y liderazgos indígenas.

De forma alarmante, el narcotráfico se presenta con promesas de lucros jamás vistos en estas comunidades, que se encuentran sumidas en la pobreza y que en muchos casos desconfían de su propia capacidad para satisfacer sus necesidades económicas. El avance de esta economía constituye una seria afrenta al tejido social que sustenta la gobernabilidad indígena y socava los fundamentos de un desarrollo sostenible basado en valores esenciales de conservación de bosques y aguas. El narcotráfico destruye la armonía de las comunidades y de sus territorios.  

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Huerto familiar con hierbas medicinales en el Resguardo Ríos Valle y Boroboro. Foto: Jenzerá

¿Por qué crece el narcotráfico?

Varios factores han intensificado el impacto del narcotráfico. En primer lugar, la naturaleza represiva de la política global contra las drogas significa, en la práctica, que las sustancias ilícitas se vuelven inmensamente lucrativas. De este modo, la maximización de las ganancias crea incentivos para que los grupos armados ilegales controlen, a través de la violencia, los territorios donde se producen la coca, la marihuana o la amapola. A esto se suma la persecución de líderes sociales que defienden los recursos y medios de vida de sus comunidades.

En segundo lugar, las características del negocio en Colombia, y a nivel global, han cambiado. Hoy está conformado por disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), grupos de autodefensa, y carteles de droga mucho más fragmentados y con capacidades de resistir el impacto de carteles enemigos y la represión gubernamental. La firma del Acuerdo Final de Paz en 2016 también cambió las dinámicas locales de poder: la retirada de las FARC permitió el ingreso de grupos ilegales que comenzaron a ejercer control político y económico en lugares estratégicos para traficar drogas, armas y minerales fáciles de expoliar.
 

Finalmente, el gobierno colombiano no ha reglamentado todo lo dispuesto en la Constitución con relación a los derechos indígenas y tiende a estancar la implementación de importantes acuerdos políticos: como las Entidades Territoriales Indígenas, los mandatos de la Corte Constitucional (Auto 004 de 2009) o el capítulo étnico del Acuerdo Final. Esta falta de voluntad política ha impedido que los indígenas se potencien como autoridades en sus territorios a no ser que insistan con estrategias contenciosas de control territorial.

En resumen, los pueblos indígenas no han sido del todo incorporados ni política ni económicamente al Estado colombiano. Dadas sus debilidades en la gobernanza local y la presión violenta de los grupos ilegales, algunos miembros de las comunidades se encuentran en una situación de vulnerabilidad que facilita la cooptación por parte de los carteles y los grupos armados ilegales. Esta situación supone un riesgo mayor para los jóvenes.

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Mujeres embera del Resguardo Ríos Valle y Boroboro. Foto: Jenzerá

El narcotráfico en números

En 2001, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) comenzó a recoger información de las comunidades indígenas de Colombia y registró 11.791 hectáreas de hoja de coca en los resguardos. Al año siguiente, esta extensión se redujo a 7.739 y, hasta 2014, osciló entre 4.000 y 6.000 hectáreas. A partir del 2015, el área cultivada aumentó a unas 12.000 hectáreas y en 2017 ascendió al punto más alto: 17.672 hectáreas. En 2021, la UNODC registró 11.575 hectáreas.

La reducción observada entre 2002 y 2014 se debe a los esfuerzos de las autoridades indígenas por erradicar el cultivo de coca como parte de sus políticas de control territorial. El crecimiento de las áreas dedicadas a la producción de coca observado a partir de 2015 es correlativo a la pérdida de gobernabilidad indígena. Finalmente, la UNODC también señala que en 2020, 148 de los 767 resguardos existentes en Colombia tenían cultivos ilegales de coca.

Un estudio de la UNODC con los pueblos indígenas Inga y Awá en el departamento del Putumayo nos permite entender lo que puede estar pasando en otros lugares del país. En esta región amazónica ubicada al sur del país, los cultivos ilícitos aumentaron en un 60% entre 2015 y 2019, mientras que los grupos armados ilegales provocaron nuevas reglas de comportamiento social.

Los grupos armados ilegales empezaron a modificar el valor comunitario de la solidaridad y la misma estructura económica, lo cual generó efectos adversos sobre la seguridad alimentaria y la calidad del medio ambiente. Pero el impacto no termina ahí. Las instituciones indígenas no solo empezaron a perder autonomía sobre sus territorios, también perdieron confianza. Según la UNODC, esta situación menoscaba “la labor articulada entre el gobierno indígena con el gobierno municipal, departamental y nacional”.

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Resguardo Embera La Puria, Chocó. Foto: Jenzerá

El fracaso de las políticas prohibicionistas

En sus recorridos por las comunidades, el colectivo de trabajo Jenzerá observa con gran alarma cómo los indígenas participan del negocio del narcotráfico para encontrar ingresos para sobrevivir. Pero su participación se limita a la parte más baja de esa cadena productiva: la mano de obra barata, sobre todo, como raspachines de coca. Los colonos han entrado de una manera agresiva apoyados por grupos armados a talar grandes extensiones de bosques en los territorios indígenas.

Como resultado, los carteles de droga obtienen enormes ganancias, mientras que algunas comunidades se quedan con los problemas, como los burdeles y los comerciantes de baratijas. Sobre la costa del Pacífico, los grupos armados limitan el paso de las lanchas que transportan insumos agropecuarios, alimentos o ayudas humanitarias. Es tan grave la situación, que los obispos de Tumaco, Buenaventura, Quibdó, e Istmina abogan por que los dejen transitar para poder ir y verificar lo que está sucediendo en las comunidades.

Coincidimos con muchas de las afirmaciones del estudio de la UNDOC en Putumayo, pero discrepamos de la idea de que el narcotráfico está deteriorando “la labor articulada” que existe entre diferentes instancias de gobierno local, regional y nacional. Esta afirmación no resiste un escrutinio serio. Las relaciones entre el Estado y los pueblos indígenas no se caracterizan por ser articuladas. Al contrario, están marcadas por la falta de armonización de diferentes instituciones y por el rompimiento de múltiples acuerdos de políticas públicas pactados en los últimos treinta años entre el gobierno y los voceros de las comunidades indígenas. Por otro lado, el gobierno colombiano tampoco ha sido un representante serio de los intereses de estas comunidades en el plano internacional. Garantizar la vida, la cultura, y la integridad territorial de los pueblos indígenas en todos los niveles no sólo avanza una agenda histórica de justicia social, ayuda a cumplir con los acuerdos de mitigación y adaptación al cambio climático.

Una vez más, es necesario recordar que la coca ha sido una planta sagrada para los indígenas colombianos. En cambio, la violencia y el tráfico ilegal demuestran que las políticas prohibicionistas no han dado buenos resultados en términos de gobernanza, desarrollo económico y protección ambiental. Entendiendo la importancia cultural y económica de este cultivo, la única salida viable es legalizar su producción y comercio.

Marcela Velasco es Profesora Asociada de Ciencia Política en la Colorado State University y asesora del Colectivo de Trabajo Jenzerá.

 

Etiquetas: Derechos Territoriales, Derechos Humanos, Debates Indígenas

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